(2138 visits) 05-06-2017 recretrust.com
Papá. ¿Recuerdas que me contaste que en su día compraste acciones del Recre? ¿Te acuerdas de cuántas compraste?
Su padre lo miraba desde su sillón. Ese en el que solo se sienta él. Bueno, y su nieta de 3 años, claro, que tiene bula Papal en casa de los abuelos. Alguna vez lo había visto leyendo el periódico, como hacía ahora también, pero sentado en la pequeña silla de la salita de estar, mientras la pequeña hacía el pino en aquel sillón, apoyada en el respaldo, “¡mira abuelo, mira!”. Su hijo siempre pensó que ese tipo de cosas era imposible hacerlas en casa cuando él era pequeño. Abuelos, ya se sabe.
La mirada del padre, que inicialmente se asomó tímidamente por encima de las gafas de ver de cerca y por encima del periódico abierto, se volvió algo más inquisitiva unos segundos más tarde.
¿Para qué quieres saber eso ahora? Nunca contestaba directamente a ninguna pregunta, y menos a aquella tan intrigante que había traído de repente a su memoria aquella época, lejana ahora, en la que a escondidas de su mujer (no habría obtenido su permiso) se gastó treinta mil pesetas -un buen mordisco a su sueldo- para ser propietario de una pequeñísima parte de su equipo de fútbol, y para ayudar a que no desapareciese.
Su hijo acercó una silla al lugar donde estaba su padre, se sentó y sentó a su hija en las rodillas para entretenerla mientras hablaba. “¡Arre caballito!”.
Hay una junta de accionistas del Recre, comenzó a decir el hijo. Hay una asociación de aficionados que está tratando de juntar el mayor número posible de acciones para que estemos representados y cantarle las cuarenta al propietario.
No dijo el nombre de la asociación, entre otras cosas porque sabía que a su padre le iba a costar entenderlo o pronunciarlo.
Están pidiendo que todos aquellos que tengan acciones que las unan a las suyas para alcanzar el número de 400, que son las que piden los sinvergüenzas ahora para poder ir a la junta de accionistas, y así podremos pedir toda la documentación y hablarles a la cara de lo que está ocurriendo. Recordé que me habías contado que mamá se llevó más de una semana sin hablarte porque te gastaste treinta mil pesetas en unas acciones del Recre. “¡Arre caballo!” la pequeña quería más movimiento. Estaba agarrada a sus pulgares a forma de riendas, y a horcajadas sobre una de las piernas. El padre llenó sus carrillos de aire y enarcó las cejas al recordar aquello.
Pensé que nos costaba el divorcio, dijo mientras cerraba el periódico. Es verdad, compré tres acciones. Una la puse a tu nombre, otra a mi nombre y otra a nombre de tu abuelo. Nos dieron unos papeles que pensé en enmarcar una vez que a tu madre se le pasara el cabreo, pero cuando pasó la tormenta no quise arriesgarme a desatarla de nuevo, así que los guardé y no sé dónde estarán. Aquello fue cuando vivíamos de alquiler en el piso del polígono, a saber qué ocurrió con ellos en la mudanza.
Se quedaron los dos en silencio. El padre recordaba con claridad aquel papel olvidado, aquel paseo al estadio Municipal, aquella semana infernal en casa con su esposa, aquellas vacaciones que no pudieron ser por haberse gastado el dinero en su desdichado equipo de fútbol, y de repente todo aquello cobraba sentido. Pero el papel no estaba, y además el abuelo había fallecido hacía dos años.
Abrieron esos cajones de su casa que casi nunca se abren. Esos que huelen a jabón y tienen sábanas bordadas, y manteles que solo se sacan en Navidad, y cuberterías al fondo en cajas aterciopeladas, y debajo de ellos siempre había papeles antiguos, fotos en blanco y negro con los bordes en zig-zag, e incluso alguna instantánea de Polaroid. Metían las manos bajo los manteles y sábanas perfectamente doblados. Eran cajones muy pesados, aquellas telas parecían de la densidad de un agujero negro. “No arrugues nada o tu madre nos va a matar”. “ten cuidado, tira de aquel lado que este cajón es muy largo”. “Como se nos caiga nos vamos a enterar de lo que vale un peine”. Los dos de rodillas, metiendo los hocicos en aquellos pliegues del espacio-tiempo de los que solo la madre conocía sus leyes propias de la física.
Habían removido todos los rincones de la casa. En el salón, en la habitación de matrimonio, en las cajas de fotos, en las carpetas antiguas de facturas. Nada.
De repente, aquellos papeles habían pasado del olvido más absoluto a ser una joya casi de arqueología que se escondía en algún rincón de la ciudad –no podían asegurar que estuviese en su casa- extraviados en la mudanza; abandonados junto a otros papeles de bancos y publicidad en alguna bolsa de basura durante una de esas limpiezas generales; camuflados entre otros papeles de su rango, o del que había sido su rango hasta aquel momento.
Pasaron los días y la carrera emprendida por el Trust para conseguir llegar a las 400 acciones era seguida al día por los medios de comunicación. Aquellos malditos papeles subían su valor cada día que pasaba. La ley del mercado de los sentimientos. La unión de los más pequeños, la coordinación de los aficionados de a pie para poder asistir a la Junta donde sabían que debían defender a su equipo de fútbol de la muerte, todo eso estaba haciendo que aquellos papeles que se escondían por toda Huelva se hubiesen convertido en una de las más preciadas pertenencias que un recreativista podía poseer.
Pasaron los días y las acciones del Recre se dieron por perdidas.
Aquella mañana el padre cumplió con el ritual. Se levantó, se duchó, se vistió con la ropa cómoda para su habitual caminata matutina (costumbre que comenzó desde el primer día de la jubilación), preparó su desayuno y el de su mujer, y se sentó a esperarla escuchando la vieja radio de la cocina. Su esposa entró en la cocina y apagó la radio. Se sentó frente a él, apartó los platos y las tazas del desayuno, comprobó que la madera de la mesa estaba libre de manchas de café o mermelada pasando su mano delgada con paciencia sobre ella. Agarró delicadamente la muñeca de su marido que la miraba extrañado. Le giró la mano para poner la palma hacia arriba, y con la otra mano le colocó un sobre en ella mientras lo miraba con sus ojos verdes (eran los mismos de siempre, pensó él).
Ahí está lo que buscas. Tu acción del Recre, la de tu hijo, y la de tu padre puesta a nombre de tu nieta Elena ante notario. No sé quiénes son esos del Trust de los que habláis tu hijo y tú, solo sé que estos papeles nos costaron un poco dinero y una semana de nuestras vidas. Ahora hazme el favor de usarlos correctamente. No quiero volver a saber nada más de ellos.
Esa misma tarde acudieron a la Morana. Una de sus salas era un caos maravilloso. Algunos de los voluntarios y directivos del Trust tomaban datos de las personas que sindicaban sus acciones con ellos, otros iban contando cuantas acumulaban ya, eran muchas las personas que habían acudido aquel día, el último del plazo. Los que entregaban sus acciones se quedaban a departir entre ellos o con los que esperaban; otros llamaban a sus amigos para decirles que con el resguardo del banco era suficiente, que se acercasen por allí rápido. Los niños, entre los que estaba Elena, jugaban corriendo entre las mesas. Allí estaban algunos veteranos, algún que otro periodista, vio a sus vecinos de asiento en el estadio (era la primera vez en quince años que coincidía con ellos fuera del Nuevo Colombino, eran del Andévalo, ¡y habían venido para eso expresamente!). Antes de que les llegase su turno su hijo le preguntó sobre los papeles y sobre cómo los había encontrado. Le dio una respuesta vaga, recordó el tacto de la mano delgada de su mujer en su muñeca, recordó su boca relajada mientras le hablaba. Tantos años más tarde, aquel paseo desde el Polígono San Sebastián al estadio Municipal cobraban sentido en aquella sala en la que se respiraba recreativismo, en aquellos papeles que ahora tenían un valor real gracias a aquellos del Trust, y en aquellos ojos verdes de su mujer que tanto le gustaban y que lo hicieron sentirse feliz.
Alguien anunció que se habían superado las cuatrocientas acciones y todos los que estaban allí rompieron a aplaudir
“¡Abuelo, mira!” Elena, que al otro lado de la sala, hacía como si hiciese el pino, pensó que le aplaudían a ella. Padre e hijo se rieron juntos.
La Junta de accionistas y todas las demás que le siguieron fueron una de las piezas fundamentales para el inicio del fin de Gildoy España como propietario del Decano, para el descubrimiento de presuntas irregularidades en la gestión del club y para construir la base que nos ha traido hasta la situación actual.
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